Solo caminé
Caminé firme para no quebrarme, mirando las luces de los carros, a los peatones, las casas y el letrero del hostal. Sentí el frío de la ciudad, de mi alma, del sudor de mis huesos, de mis pensamientos, de mi voz... De repente la lejanía. El destierro. El eterno caminar.
Caminé sin parar hasta llegar al parque del eterno pensante: Vallejo. Allí escogí una banca y me senté a fumar un lucky strike, dos, tres. "¿Seré como el humo tibio que sale de mi boca y se esfuma sin más?" Quiero dejar la ciudad. Tomar las pocas cosas que tengo y no voltear. No me agrada la imagen del imbécil que contemplo desde lo alto. Ese imbécil que no aprendió a ver el mundo como los demás.
Dos bancas más allá veo al parapléjico que siempre adorna la puerta de un centro comercial en la avenida del mar. Está con una señora bella y bien vestida. Estoy yo. Ya no hay nadie más. Creo que ahora ya sé quién lo abandona en aquel umbral. Siempre me cuestioné quién podría hacerlo. Siempre lo juzgué o la juzgué. Ahora comprendo que abandonarlo casi un día entero es lo mejor para los dos. Ella, sentada en la banca, lo contempla. Él, en su silla de ruedas decorada con una banderita del Perú, balbucea y mueve su cabeza torpemente. Ambos, se aman. Tal vez sea su madre. Tal vez no sea nadie. Pero lo alimenta. Le da de beber con un sorbete. Limpia su boca. Le habla. Parece llorar. Todo indica que el esperpento humano, la burla de sí mismo, el maldito hoy, no es él; soy yo.
Caminé enamorado de ti y me amaste. No te importó mi enfermedad, mi locura, mi maldición, mi fealdad. Me alimentaste con tus pasos sin rumbo, tu calor y tu brazo izquierdo en mi cintura. Y aunque no tenga una banderita del Perú porque soy "el alienado", ése que balbucea y se mueve torpemente creyendo que nadie lo entiende, suelo ser la verdad que nadie mira de frente, aquella que desagrada, aquella que ofende, aquella que molesta a la gente, lo que da lástima, lo que no es "normal", el maldito de Dios; es por eso que algunas veces recibo limosnas y otras veces, un poco de amor cuando me miran de frente. Soy esa broma caprichosa. Soy la parte ofensiva del cristal.
Por eso me sorprende y me da miedo que no me alejes. O que digas, de pronto, 'con un pequeño nudo en la garganta', si tú quieres. Por eso me costó tanto identificar lo que más me gusta de ti (la verdad no son muchas cosas). Debe ser porque lo que más me gusta de ti es sentir que conmigo, te olvidas de ti. Ríes. Encantas. Te ves segura. Natural. Sincera. Frágil y fuerte. Dejas al menos por un rato tu pie en paz. Y lo que no me gusta de mí es sentir que con eso, no será suficiente.
Caminé hacia el busto del vate y le dije, "César, ¿cuál es el secreto para conocer el calendario de tu propia muerte y el lugar?" Volteé y dándoles la espalda, me alejé de la pareja singular. Aún tienen un pedazo de noche para amarse. Aún tienen un pedazo de tiempo. Y yo. Yo no tengo nada.
Caminé sin parar hasta llegar al parque del eterno pensante: Vallejo. Allí escogí una banca y me senté a fumar un lucky strike, dos, tres. "¿Seré como el humo tibio que sale de mi boca y se esfuma sin más?" Quiero dejar la ciudad. Tomar las pocas cosas que tengo y no voltear. No me agrada la imagen del imbécil que contemplo desde lo alto. Ese imbécil que no aprendió a ver el mundo como los demás.
Dos bancas más allá veo al parapléjico que siempre adorna la puerta de un centro comercial en la avenida del mar. Está con una señora bella y bien vestida. Estoy yo. Ya no hay nadie más. Creo que ahora ya sé quién lo abandona en aquel umbral. Siempre me cuestioné quién podría hacerlo. Siempre lo juzgué o la juzgué. Ahora comprendo que abandonarlo casi un día entero es lo mejor para los dos. Ella, sentada en la banca, lo contempla. Él, en su silla de ruedas decorada con una banderita del Perú, balbucea y mueve su cabeza torpemente. Ambos, se aman. Tal vez sea su madre. Tal vez no sea nadie. Pero lo alimenta. Le da de beber con un sorbete. Limpia su boca. Le habla. Parece llorar. Todo indica que el esperpento humano, la burla de sí mismo, el maldito hoy, no es él; soy yo.
Caminé enamorado de ti y me amaste. No te importó mi enfermedad, mi locura, mi maldición, mi fealdad. Me alimentaste con tus pasos sin rumbo, tu calor y tu brazo izquierdo en mi cintura. Y aunque no tenga una banderita del Perú porque soy "el alienado", ése que balbucea y se mueve torpemente creyendo que nadie lo entiende, suelo ser la verdad que nadie mira de frente, aquella que desagrada, aquella que ofende, aquella que molesta a la gente, lo que da lástima, lo que no es "normal", el maldito de Dios; es por eso que algunas veces recibo limosnas y otras veces, un poco de amor cuando me miran de frente. Soy esa broma caprichosa. Soy la parte ofensiva del cristal.
Por eso me sorprende y me da miedo que no me alejes. O que digas, de pronto, 'con un pequeño nudo en la garganta', si tú quieres. Por eso me costó tanto identificar lo que más me gusta de ti (la verdad no son muchas cosas). Debe ser porque lo que más me gusta de ti es sentir que conmigo, te olvidas de ti. Ríes. Encantas. Te ves segura. Natural. Sincera. Frágil y fuerte. Dejas al menos por un rato tu pie en paz. Y lo que no me gusta de mí es sentir que con eso, no será suficiente.
Caminé hacia el busto del vate y le dije, "César, ¿cuál es el secreto para conocer el calendario de tu propia muerte y el lugar?" Volteé y dándoles la espalda, me alejé de la pareja singular. Aún tienen un pedazo de noche para amarse. Aún tienen un pedazo de tiempo. Y yo. Yo no tengo nada.